Tenemos prisas por disfrutar en esta vida y huimos del sacrificio y de las contrariedades. Grave error: «el que pierda su vida por amor a mí, la encontrará; y el que guarde su vida para sí, la perderá». (Lc. 17, 33)
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En la sociedad hedonista –lo importante en ella es pasarlo bien y huir de lo que conlleve sacrificio–, eso "de perder la vida" no puede entenderse. Si el sacrificio se hace por el bienestar del propio cuerpo o por la vanidad de sentirse admirados, se acepta lo que haga falta: planes de comidas, ejercicios extenuantes, operaciones... Pero si los mejores esfuerzos hay que dedicarlos a los demás, las pegas surgen inmediatamente: justificaciones muy "racionales", opiniones muy "objetivas"... El caso es escurrir el bulto.
Hay veces que ese egoísmo o falta de espíritu de sacrificio se da en el ámbito familiar, y entonces nos encontramos, y es solo un ejemplo, con las lamentables situaciones de unos padres desatendidos por sus propios hijos.
Una persona que desatiende sus obligaciones familiares y sociales por una desordenada búsqueda de la su felicidad, no podrá ser feliz nunca. Le ocurrirá lo que al estudiante –y todos hemos tenido experiencia– que desatiende la preparación de un examen por estar en la calle con sus amigos y, sin embargo, no es capaz de disfrutar porque su conciencia le recuerda continuamente que tiene que preparar el examen del día siguiente.
Qué alegría y qué satisfacción, por el contrario, irse a la tumba con la certeza de haber sido útil a los demás; y qué buen ejemplo para nuestros hijos y para los que nos rodean.
El papa Benedicto XVI, en su encíclica Dios es Amor, n. 6, nos recuerda la urgente necesidad que tiene nuestra sociedad del verdadero amor:
En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca... El amor –caritas– siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive «solo de pan», una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano.
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