sábado, 24 de octubre de 2015

NO SON LAS CIRCUNSTANCIAS LAS QUE TIENEN QUE CAMBIAR...





No son las circunstancias las que tienen que cambiar para que haya una mejora: es la persona la que debe luchar para que cambien las circunstancias o para saber afrontarlas con sinceridad y valentía.

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         ¡Qué mala suerte la mía, no doy una a derechas! Quizás hayamos oído o repetido en más de una ocasión esta expresión. No siempre las cosas salen a nuestro gusto y todos tenemos la experiencia de haber pasado, o de estar pasando por situaciones difíciles.
          
         Si nuestro sistema inmunológico está bajo de defensas, cualquier enfermedad puede convertirse en una situación de riesgo. Igual ocurre en nuestro estado anímico. Si somos personas con poco espíritu, ante el más mínimo problema nos hundiremos. Y, –como sabemos por experiencia–, los problemas y las dificultades nos acompañan a lo largo de nuestra existencia, de modo que el hundimiento puede llegar a ser total.

         Si por el contrario tenemos la capacidad de reflexionar ante situaciones adversas –de ver los pros y los contras– y de afrontar con fortaleza los problemas que se nos presentan, no cabe duda de que habrá una mejora y se convertirán en retos personales. A veces los problemas no tienen solución, y un problema que no tiene solución no es un problema: es otra cosa.

         Y si tenemos un mínimo de sentido común y de humildad recurriremos a una persona de criterio que pueda aconsejar, teniendo claro que la decisión y la responsabilidad es siempre personal. Pero si una especie de tonta soberbia nos impide pedir ayuda, como si fuéramos poco menos que superhombres, al final nos vendrán bien estos versos de Bécquer:

 Mi vida es un erial,
flor que toco se deshoja;
que en mi camino fatal
alguien va sembrando el mal
para que yo lo recoja. 

miércoles, 7 de octubre de 2015

SI NO CONOCEMOS LA NATURALEZA DEL HOMBRE, DIFÍCILMENTE ALCANZAREMOS LA FELICIDAD




Si no conocemos la naturaleza del hombre, difícilmente alcanzaremos la felicidad

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         Todo lo creado tiene las limitaciones propia de su naturaleza, que según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua es la esencia y propiedad características de cada ser.

         Si manejamos un objeto cerámico, tendremos que tener en cuenta su fragilidad; de lo contrario, casi sin darnos cuenta le podemos dar un golpe y romperlo.

Hay leyes físicas que afectan a la materia: si yo tomo en mis manos una piedra y la suelto, es inevitable que por la fuerza de la gravedad acabe en el suelo. Hay leyes biológicas que afectan a los seres vivos: las plantas, por ejemplo, que abren sus pétalos a la luz del sol. Y hay leyes morales que solo afectan al hombre: si yo le robo la cartera a un semejante, estoy cometiendo una inmoralidad y le perjudico.

         Ni la materia ni los seres vivos tienen capacidad para incumplir las leyes propias de su naturaleza. Solo el hombre, que es libre, puede actuar en contra de la ley moral. Pero las consecuencias de esta decisión afectan no solamente al que comete la inmoralidad, sino a sus semejantes. El hecho de ser un mal padre de familia o un mal hijo repercute en quienes le rodean.

         Ni que decir tiene que estas leyes morales no atentan contra nuestra libertad ni contra nuestra razón: todo lo contrario, las potencian.

         En El Principito se relata la visita que hace al asteroide 325, habitado por un rey. Transcribo una de las conversaciones.

El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.
–Señor –le dijo–, perdóneme si le pregunto...
–Te ordeno que me preguntes –se apresuró a decir el rey.
–Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
–Sobre todo –contestó el rey con gran ingenuidad.
–¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
–¿Sobre todo eso? –volvió a preguntar el principito.
–Sobre todo eso. . . –respondió el rey.
No era solo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
–¿Y las estrellas le obedecen?
–¡Naturalmente! –le dijo el rey–. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
–Me gustaría ver una puesta de sol... Déme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
–Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?
–La culpa sería de usted –le dijo el principito con firmeza.
–Exactamente. Solo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar –continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables. 

         Creo que estas últimas líneas explican claramente que las leyes morales impresas por Dios en nuestra alma, nos ayudan a alcanzar la felicidad en nuestro planeta tierra.