sábado, 30 de mayo de 2015

A VECES NO NOS CONVIENE SABERLO TODO








A veces no nos conviene saberlo todo desde el primer momento. Es mejor irse enterando poco a poco de lo que es el sufrimiento.

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         Qué inquietud tendríamos durante nuestra vida si supiéramos cuándo nos van a "pedir la cuchara". Me viene a la memoria una historieta que resume esta realidad.

Un señor hace una llamada telefónica; al otro lado del auricular una voz le responde:
–Buenas tardes. ¿Qué desea?
–Buenas tardes. ¿Me podría decir si ha llegado D. Antonio Farfán?
–Un momento por favor… Pues mire, aún no ha llegado.
–¿Sabe si tardará mucho?
–Pues la verdad no sabría decirle, pero seguro que llegará.
–Perdone, ¿podría ser más concreto?
–Lo siento, pero no; sé que llegará, pero no cuándo.
–Perdone, ¿con quién hablo?
–Sí, cómo no. Soy el conserje del cementerio.

         Si se conociera –antes de jugarlo– el resultado de un partido, lo querría jugar sólo el equipo ganador, y los contrincantes no querrían participar sabiendo de antemano que van a perder.

         En nuestros días hay muchas personas que tratan de conocer el futuro recurriendo a astrólogos, videntes, echadores de cartas..., como si el futuro no se estuviera ya construyendo en el presente.

De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes[1].

         Yo me imagino esta vida como un enorme laberinto en el que el hombre tiene que decidir su camino usando su libertad y su inteligencia, todas sus capacidades, pero sin olvidar cuál es su meta –salir del laberinto–, y sabiendo que todos los caminos se pueden desandar. 

         Me acuerdo de una historieta que tiene que ver con este tema:

Un buen hombre trataba de transportar en su burro una partida de melones que llevaba en la parte derecha de la angarilla desde su pequeño huerto a su casa. Con el traqueteo y el peso, la angarilla se iba desplazando y los melones se le caían al suelo. Entonces decidió colocarse debajo de la angarilla hasta que llegó a la puerta de su casa. La mujer, que estaba en la azotea, lo vio venir en tan extraña situación y le gritó:
–Pepe, qué bruto eres. ¿No se te ha ocurrido repartir los melones entre los dos cestos de la angarilla? Y el humillado marido le contesto:
–María…, qué bien se ven las cosas desde arriba.

         Nos gustaría entender el porqué de las cosas, pero casi siempre solo el tiempo y la experiencia nos hará comprender el para qué.




[1] San Josemaría Escrivá, Camino, 755.



lunes, 25 de mayo de 2015

EL EGOÍSMO ES COMO UN GAS QUE HACE IRRESPIRABLE CUALQUIER AMBIENTE.




















El egoísmo es como un gas que hace irrespirable cualquier am­biente.

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         Wenceslao Fernández Flores, en su libro El bosque animado, relata una hermosa historia que me impactó. Se titula "La fraga de Cecebre". Refleja de una forma clara y sencilla lo que quiero exponer en esta reflexión, y por este motivo la copio casi completa.

Una fraga –explica el autor– en la lengua gallega, significa bosque inculto, entregado a sí mismo, en el que se mezclan varias especies de árboles (...). Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéndole varios hilos metálicos y se marcharon para continuar con el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron varios días cohibidos con su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era el pino alto, alto, recio y recto, dijo:
–Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y la noticia se propagó por las hojas del eucalipto que rozaba al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto (...). Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
–¿Cómo es? ¿Cómo es?
–Pues es –dijo el pino– de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
–Sus frutos –continuó el pino fijándose en sus aisladores– son blancos como la piedra de cuarzo y más lisos y brillantes que las hojas del acebo (...).   
Un día el pino le preguntó al poste:
–¿No quiere usted cantar con nosotros?
El poste no contestó.
–Seguramente –insistió el pino, inclinando su copa en cortesía– su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.
El poste silbó malhumorado:
–¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
–Imitamos a un tren remoto.
–¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?    
–No –reconoció el pino avergonzado.
–Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Ya que ustedes me interpelan, les diré que no encuentro seria su conducta.
–¿Acaso la canción del mar?
–Ninguna de ellas. Este es un bosque sin formalidad.
¿Quién podría creer que árboles tan talludos pasasen el día cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia, y que todo lo que ustedes hacen a mí alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería…
Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo… A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó, roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga… Únicamente el poste pareció alegrarse.
–Al fin se decidió a cumplir su destino –declaró. Ahora podrán hacerse de él hermosas puertas, que es para lo que ha nacido; no para esconder gorriones ni para tararear tonterías.
Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con sus herramientas, comprobaron la fofez de la madera carcomida por larvas de insectos y lo derribaron. Tan minado estaba que al caer se rompió.
El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizás ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a la que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
–¡Mira e infórmanos! –rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
–¿Qué tenía dentro?
Y el pino dijo:
–Polilla.
–¿Qué más?
Y el pino miró de nuevo:
–Polvo.
–¿Que más?
Y el pino anunció, dejando de mirar:
–Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día, el bosque decepcionado calló. Al día siguiente entonó la alegre canción en la que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en silla o en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que cuanto se puede ver, hacer o pensar sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

         El egoísta es salvando las distancias– como una mina antipersona: siente continuamente que todo el mundo le rodea; entrar en su ámbito personal supone un riesgo, y si uno tiene que tratar con él, hay que hacerlo con mucho sigilo y sutileza, pues siempre se puede dar por aludido y en cualquier momento estallará su amor propio.

Dos amigos hablaban de un conocido que te­nía un problema serio de salud. Uno de ellos terminó la conversación diciendo:
–La verdad es que no somos nadie.
 A lo que el otro respondió como un resorte:
–No lo serás tú, porque yo soy médico.

Otra característica del egoísta es su falta de interés por los demás; toda su preocupación gira en torno a su persona y sus asuntos. La soberbia y la soledad son irremediablemente sus compañeras de viaje.

Los pobrecitos soberbios sufren por mil pequeñas tonterías, que agiganta su amor propio, y que a los otros pasan inadvertidas[1].



[1] San Josemaría Escrivá de Balaguer, Surco, 714.

sábado, 16 de mayo de 2015

CUÁNTO SE APRENDE, CÓMO MADURAMOS CON LOS PROBLEMAS Y DIFICULTADES. EL QUE SABE SUFRIR NO PIERDE LA CALMA.


Cuánto se aprende, cómo madura­mos con los problemas y dificultades. El que sabe sufrir no pierde la calma.

         El tiempo da la experiencia, el sufrimiento la maduración; la experiencia ayuda a tomar decisiones, la maduración a aceptar las consecuencias.

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         Al igual que el ejercicio físico desarrolla la masa muscular, las dificultades y los problemas ayudan a poner las cosas en su sitio y a darles la importancia que verdaderamente tienen.

         Cuando uno sale de una enfermedad grave en la que le ha visto las orejas al lobo, las cosas se ven desde otra perspectiva: en la vida hay tres o cuatro cosas importantes, y todo lo demás es superfluo y efímero.
         No podemos dejar pasar esas dificultades o cruces sin sacarles el máximo provecho, sabiendo ver la mano de Dios en todas y cada una de ellas. C. S. Lewis en su libro  El problema del dolor, explica que Dios se hace el encontradizo con el hombre:

Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestros dolores: es su megáfono para despertar a un mundo sordo.

         Con referencia al tema de las que se suelen llamar coloquialmente cruces, me viene a la cabeza una historia que leí hace tiempo.

Un hombre se quejaba continuamente de su cruz. Un día se le apareció un ángel y le dio la posibilidad de cambiarla por otra. Lo llevó a una gran estancia donde había innumerables  cruces. Todo fue llegar y soltar su propia cruz, que tanto le pesaba y empezar a probar todas, una tras otra.
–Mira, ésta parece liviana pero… se me resbala y me duele.
–Ésta es ligera pero… tiene muchas aristas y se me clava en el hombro. 
Así pasó un buen rato, hasta que por fin le dijo al ángel que pacientemente le observaba:
–Vaya, ¡ésta, ésta es la mía!
El ángel sonriendo le dijo:
–Pero hombre... Si ésa es la misma que tú traí­as.

No te quepa la menor duda de que Dios no permite cruces que superen nuestras fuerzas. Las que realmente no podemos llevar son las que tontamente nos inventamos nosotros mismos.




miércoles, 13 de mayo de 2015

CUANDO SEAS CAPAZ DE CORREGIR SIN SENTIR LA OFENSA



Cuando uno sea capaz de corregir sin sentir la ofensa como algo personal sino como una ocasión para que la persona amada sea mejor, estaremos en el camino de la perfección. De nada sirve corregir solo porque nos hemos sentido ofendidos.

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         Diariamente observamos actuaciones en el ámbito familiar, social o profesional que son mejorables. A veces tenemos la obligación moral de corregir, bien por cercanía familiar, bien por necesidades de nuestro cargo, o sencillamente por amor a la persona que hace algo mal. En todas estas situaciones hay que actuar con auténtico amor. Y con prudencia, pues siempre hay que analizar las circunstancias que han podido dar lugar a esa actuación e intentar corregir el hecho en sí mismo, sin juzgar nunca las intenciones.

         Un problema puede estar provocado por muchas circunstancias, pero si lo convertimos en algo personal dificultamos su solución, pues solo veríamos mala intención, no el error o la ignorancia; y acabamos aborreciendo a la persona. Entonces, nos molestará todo lo que ella haga o diga, lo pondremos en duda y habrá problemas personales. Hay que tener la valentía de poner los medios para que se resuelva lo antes posible.

         Y un consejo: tenemos que aprovechar los errores de nuestros semejantes para educar –así sembramos paz– y no para fastidiar –así sembramos discordia–.


sábado, 2 de mayo de 2015

TENEMOS PRISA POR DISFRUTAR






Tenemos prisas por disfrutar en esta vida y huimos del sacrificio y de las contrariedades. Grave error: «el que pierda su vida por amor  a mí, la encontrará; y el que guarde su vida para sí, la perderá». (Lc. 17, 33)

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         En la sociedad hedonista –lo importante en ella es pasarlo bien y huir de lo que conlleve sacrificio–, eso "de perder la vida" no puede entenderse. Si el sacrificio se hace por el bienestar del propio cuerpo o por la vanidad de sentirse admirados, se acepta lo que haga falta: planes de comidas, ejercicios extenuantes, operaciones... Pero si los mejores esfuerzos hay que dedicarlos a los demás, las pegas surgen inmediatamente: justificaciones muy "racionales", opiniones muy "objetivas"... El caso es escurrir el bulto.
         Hay veces que ese egoísmo o falta de espíritu de sacrificio se da en el ámbito familiar, y entonces nos encontramos, y es solo un ejemplo, con las lamentables situaciones de unos padres desatendidos por sus propios hijos.

         Una persona que desatiende sus obligaciones familiares y sociales por una desordenada búsqueda de la su felicidad, no podrá ser feliz nunca. Le ocurrirá lo que al estudiante –y todos hemos tenido experiencia– que desatiende la preparación de un examen por estar en la calle con sus amigos y, sin embargo, no es capaz de disfrutar porque su conciencia le recuerda continuamente que tiene que preparar el examen del día siguiente.

         Qué alegría y qué satisfacción, por el contrario, irse a la tumba con la certeza de haber sido útil a los demás; y qué buen ejemplo para nuestros hijos y para los que nos rodean.


         El papa Benedicto XVI, en su encíclica Dios es Amor, n. 6, nos recuerda la urgente necesidad que tiene nuestra sociedad del verdadero amor:

En oposición al amor indeterminado y aún en búsqueda, este vocablo expresa la experiencia del amor que ahora ha llegado a ser verdaderamente descubrimiento del otro, superando el carácter egoísta que predominaba claramente en la fase anterior. Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca... El amor –caritas– siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre: el prejuicio de que el hombre vive «solo de pan», una concepción que humilla al hombre e ignora precisamente lo que es más específicamente humano.