Fuera prejuicios y respetos humanos
Estas dos formas de comportarse impiden nuestro crecimiento como persona.
La primera –los prejuicios– son como unas orejeras que nos impiden ver lo que no entra en nuestro campo visual. Todos tenemos la experiencia de habernos formado un juicio equivocado de alguna persona o institución –que no nos caen bien–, apoyándonos en detalles o comentarios sin ningún fundamento. Un prejuicio es una opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal. Como decía Albert Einstein, «es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio».
Y los respetos humanos son como un freno que nos impide actuar con naturalidad. Someten a la persona al qué dirán, al qué pensarán, al miedo al ridículo, a la incapacidad de dar a conocer sus sentimientos y sus puntos de vista. Los respetos humanos paralizan a la persona. Si conseguimos vencerlos, seremos más libres, sencillos y naturales; de lo contrario, iremos por la vida como el labriego que volvía del campo con su hijo en el cuento del conde Lucanor:
Iba orondo sobre su asno, satisfecho de la vida, cuando se topó con un vecino, que le afeó su conducta:
–¿Qué, contento? ¡Y al hijo que lo parta un rayo!
Se apeó el viejo y montó el hijo en el asno. Poco más adelante se encaró una mujer con ellos:
–¡Cómo! –exclamó indignada. ¿A pie el padre? ¡Vergüenza le debía dar al mozo!
–Bajó éste del burro, y tras él caminaban padre e hijo cuando alguien les lanzó una indirecta:
–¡Cuidado, que se cansa el asno!
No sabiendo qué hacer, montaron ambos. Andaba cansino el burro el último trecho del camino cuando alguien les voceó de nuevo: ¡Se necesita ser bestias! ¿No veis que el pobre animal no puede con su alma?
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